El concepto de Inteligencia Emocional ha llegado a
prácticamente todos los rincones de nuestro planeta, en forma de tiras cómicas,
programas educativos, juguetes que dicen contribuir a su desarrollo o anuncios
clasificados de personas que afirman buscarla en sus parejas. Incluso la UNESCO
puso en marcha una iniciativa mundial en 2002, y remitió a los ministros de
educación de 140 países una declaración con los 10 principios básicos
imprescindibles para poner en marcha programas de aprendizaje social y
emocional.
El mundo empresarial no ha sido ajeno a esta tendencia
y ha encontrado en la inteligencia emocional una herramienta inestimable para
comprender la productividad laboral de las personas, el éxito de las empresas,
los requerimientos del liderazgo y hasta la prevención de los desastres corporativos.
No en vano, la Harvard Business
Review ha llegado a calificar a la inteligencia emocional
como un concepto revolucionario,
una noción arrolladora, una de las ideas más influyentes de la década en
el mundo empresarial. Revelando de forma esclarecedora el valor subestimado de
la misma, la directora de investigación de un head hunter ha puesto de relieve que los CEO son contratados por su capacidad
intelectual y su experiencia comercial y despedidos por su falta de
inteligencia emocional.
Sorprendido ante el efecto devastador de los arrebatos
emocionales y consciente, al mismo tiempo, de que los tests de coeficiente
intelectual no arrojaban excesiva luz sobre el desempeño de una persona en sus
actividades académicas, profesionales o personales, Daniel Goleman ha intentado
desentrañar qué factores determinan las marcadas diferencias que existen, por
ejemplo, entre un trabajador “estrella” y cualquier otro ubicado en un punto
medio, o entre un psicópata asocial y un líder carismático.
Su tesis defiende que, con mucha frecuencia, la
diferencia radica en ese conjunto de habilidades que ha llamado “inteligencia
emocional”, entre las que destacan el autocontrol, el entusiasmo, la empatía,
la perseverancia y la capacidad para motivarse a uno mismo. Si bien una parte
de estas habilidades pueden venir configuradas en nuestro equipaje genético, y
otras tantas se moldean durante los primeros años de vida, la evidencia
respaldada por abundantes investigaciones demuestra que las habilidades
emocionales son susceptibles de aprenderse y perfeccionarse a lo largo de la
vida, si para ello se utilizan los métodos adecuados.
Las emociones en el cerebro
El diseño biológico que rige nuestro espectro
emocional no lleva cinco ni cincuenta generaciones evolucionando; se trata de
un sistema que está presente en nosotros desde hace más de cincuenta mil
generaciones y que ha contribuido, con demostrado éxito, a nuestra
supervivencia como especie. Por ello, no hay que sorprenderse si en muchas
ocasiones, frente a los complejos retos que nos presenta el mundo
contemporáneo, respondamos instintivamente con recursos emocionales adaptados a
las necesidades del Pleistoceno.
En esencia, toda emoción constituye un impulso que nos
moviliza a la acción. La propia raíz etimológica de la palabra da cuenta de
ello, pues el latín movere significa
moverse y el prefijo edenota
un objetivo. La emoción, entonces, desde el plano semántico, significa
“movimiento hacia”, y basta con observar a los animales o a los niños pequeños
para encontrar la forma en que las emociones los dirigen hacia una acción
determinada, que puede ser huir, chillar o recogerse sobre sí mismos. Cada uno
de nosotros viene equipado con unos programas de reacción automática o una
serie de predisposiciones biológicas a la acción. Sin embargo, nuestras
experiencias vitales y el medio en el cual nos haya tocado vivir irán moldeando
con los años ese equipaje genético para definir nuestras respuestas y
manifestaciones ante los estímulos emocionales que encontramos.
Un par de décadas atrás, la ciencia psicológica sabía
muy poco, si es que algo sabía, sobre los mecanismos de la emoción. Pero
recientemente, y con ayuda de nuevos medios tecnológicos, se ha ido
esclareciendo por vez primera el misterioso y oscuro panorama de aquello que
sucede en nuestro organismo mientras pensamos, sentimos, imaginamos o soñamos.
Gracias al escáner cerebral se ha podido ir desvelando el funcionamiento de
nuestros cerebros y, de esta manera, la ciencia cuenta con una poderosa
herramienta para hablar de los enigmas del corazón e intentar dar razón de los
aspectos más irracionales del psiquismo.
Alrededor del tallo encefálico, que constituye la
región más primitiva de nuestro cerebro y que regula las funciones básicas como
la respiración o el metabolismo, se fue configurando el sistema límbico, que
aporta las emociones al repertorio de respuestas cerebrales. Gracias a éste,
nuestros primeros ancestros pudieron ir ajustando sus acciones para adaptarse a
las exigencias de un entorno cambiante. Así, fueron desarrollando la capacidad
de identificar los peligros, temerlos y evitarlos. La evolución del sistema
límbico estuvo, por tanto, aparejada al desarrollo de dos potentes
herramientas: la memoria y el aprendizaje.
En esta región cerebral se ubica la amígdala, que tiene
la forma de una almendra y que, de hecho, recibe su nombre del vocablo griego
que denomina a esta última. Se trata de una estructura pequeña, aunque bastante
grande en comparación con la de nuestros parientes evolutivos, en la que se
depositan nuestros recuerdos emocionales y que, por ello mismo, nos permite
otorgarle significado a la vida. Sin ella, nos resultaría imposible reconocer
las cosas que ya hemos visto y atribuirles algún valor.
Sobre esta base cerebral en la que se asientan las
emociones, fue creándose hace unos cien millones de años el neocórtex: la
región cerebral que nos diferencia de todas las demás especies y en la que
reposa todo lo característicamente humano. El pensamiento, la reflexión sobre
los sentimientos, la comprensión de símbolos, el arte, la cultura y la
civilización encuentran su origen en este esponjoso reducto de tejidos
neuronales. Al ofrecernos la posibilidad de planificar a largo plazo y
desarrollar otras estrategias mentales afines, las complejas estructuras del
neocórtex nos permitieron sobrevivir como especie. En esencia, nuestro cerebro
pensante creció y se desarrolló a partir de la región emocional y estos dos
siguen estando estrechamente vinculados por miles de circuitos neuronales.
Estos descubrimientos arrojan muchas luces sobre la relación íntima entre
pensamiento y sentimiento.
La emergencia del neocórtex produjo un sinnúmero de
combinaciones insospechadas y de gran sofisticación en el plano emocional, pues
su interacción con el sistema límbico nos permitió ampliar nuestro abanico de
reacciones ante los estímulos emocionales y así, por ejemplo, ante el temor,
que lleva a los demás animales a huir o a defenderse, los seres humanos podemos
optar por llamar a la policía, realizar una sesión de meditación trascendental
o sentarnos a ver una comedia ligera. Asimismo, con el neocórtex emergió en
nosotros la capacidad de tener sentimientos sobre nuestros sentimientos,
inducir emociones o inhibir las pasiones.
Orgullosos de nuestra capacidad para controlar
nuestras emociones, hemos caído en la trampa de creer que nuestra racionalidad
prima sobre nuestros sentimientos y que a ella podemos atribuirle la causa de
todos nuestros actos. Pero, a diferencia de lo que pensamos, son muchos los
asuntos emocionales que siguen regidos por el sistema límbico y nuestro cerebro
toma decisiones continuamente sin siquiera consultarlas con los lóbulos
frontales y demás zonas analíticas de nuestro cerebro pensante. Recuerde,
simplemente, la última vez en que perdió usted el control y explotó ante
alguien, diciendo cosas que jamás diría.
Los estudios neurológicos han encontrado que la
primera región cerebral por la que pasan las señales sensoriales procedentes de
los ojos o de los oídos es el tálamo, que se encarga de distribuir los mensajes
a las otras regiones de procesamiento cerebral. Desde allí, las señales son
dirigidas al neocórtex, donde la información es ponderada mediante diferentes
niveles de circuitos cerebrales, para tener una noción completa de lo que
ocurre y finalmente emitir una respuesta adaptada a la situación. El neocórtex
registra y analiza la situación y acude a los lóbulos prefrontales para
comprender y organizar los estímulos, en orden a ofrecer una respuesta
analítica y proporcionada, enviando luego las señales al sistema límbico para
que produzca e irradie las respuestas hormonales al resto del cuerpo.
Aunque esta es la forma en la que funciona nuestro
cerebro la mayor parte del tiempo, Joseph LeDoux -en su apasionante estudio
sobre la emoción- descubrió que, junto a la larga vía neuronal que va al
córtex, existe una pequeña estructura neuronal que comunica directamente el
tálamo con la amígdala. Esta vía secundaria y más corta, que constituye una
suerte de atajo, permite que la amígdala reciba algunas señales directamente de
los sentidos y dispare una secreción hormonal que determina nuestro
comportamiento, antes de que esas señales hayan sido registradas por el
neocórtex.
El problema que esto puede y suele suscitar consiste
en que la amígdala ofrece respuestas inmediatas que no tienen en cuenta la
situación en toda su complejidad, sino que se limitan a asociarla con los
recuerdos emocionales que guarda almacenados para proveer así la repuesta que
considere adecuada. Si bien esto podría ser determinante para la supervivencia de
nuestros ancestros en situaciones en las que unas milésimas de segundos
significaban la diferencia entre vida o muerte, en el sofisticado mundo social
de hoy en día puede resultar desproporcionado y hasta catastrófico.
Así, por ejemplo, no es de sorprender que una persona
que haya sufrido un fuerte trauma tras haber sido asediada sexualmente por un
antiguo jefe, tenga una reacción exagerada y violenta cuando se enfrente a un
escenario similar al del ataque o cuando se encuentre con una superior que le
recuerde de alguna forma a su agresor. De hecho, la situación se hace más
compleja si tenemos en cuenta que la mayoría de los recuerdos emocionales más
intensos que están almacenados en la amígdala proceden de los primeros años de
vida, de hechos que no sólo escapan a nuestro control, sino que ni siquiera
entran en el ámbito de nuestros recuerdos conscientes.
En cada uno de nosotros se solapan dos mentes
distintas: una que piensa y otra que siente. Éstas constituyen dos facultades
relativamente independientes y reflejan el funcionamiento de circuitos
cerebrales diferentes, aunque interrelacionados. De hecho, el intelecto no
puede funcionar adecuadamente sin el concurso de la inteligencia emocional, y
la adecuada complementación entre el sistema límbico y el neocórtex exige la
participación armónica de ambas. En muchísimas ocasiones, estas dos mentes
mantienen una adecuada coordinación, haciendo que los sentimientos condicionen
y enriquezcan los pensamientos y lo mismo a la inversa. Algunas veces, sin
embargo, la carga emocional de un estímulo despierta nuestras pasiones,
activando a nivel neuronal un sistema de reacción de emergencia, capaz de
secuestrar a la mente racional y llevarnos a comportamientos desproporcionados
e indeseables, como cuando un ataque de cólera conduce a un homicidio.
En el funcionamiento de la amígdala y en su
interrelación con el neocórtex se esconde el sustento neurológico de la
inteligencia emocional, entendida, pues, como un conjunto de disposiciones o
habilidades que nos permite, entre otras cosas, tomar las riendas de nuestros
impulsos emocionales, comprender los sentimientos más profundos de nuestros
semejantes, manejar amablemente nuestras relaciones o dominar esa capacidad que
señaló Aristóteles de enfadarse
con la persona adecuada, en el grado exacto, en el momento oportuno, con el
propósito justo y del modo correcto.
La inteligencia más allá del intelecto
Diversos estudios de largo plazo han ido observando
las vidas de los chicos que puntuaban más alto en las pruebas intelectivas o han
comparado sus niveles de satisfacción frente a ciertos indicadores (la
felicidad, el prestigio o el éxito laboral) con respecto a los promedios. Todos
ellos han puesto de relieve que el coeficiente intelectual apenas si representa
un 20% de los factores determinantes del éxito.
El 80% restante depende de otro tipo de variables,
tales como la clase social, la suerte y, en gran medida, la inteligencia
emocional. Así, la capacidad de motivarse a sí mismo, de perseverar en un
empeño a pesar de las frustraciones, de controlar los impulsos, diferir las
gratificaciones, regular los propios estados de ánimo, controlar la angustia y
empatizar y confiar en los demás parecen ser factores mucho más determinantes
para la consecución de una vida plena que las medidas del desempeño cognitivo.
Tal como sucede con las matemáticas o la lectura, la
vida emocional constituye un ámbito que se puede dominar con mayor o menor
pericia. A menudo se nos presentan en el mundo sujetos que evocan la caricatura
estereotípica del intelectual con una asombrosa capacidad de razonamiento, pero
completamente inepto en el plano personal. Quienes, en cambio, gobiernan
adecuadamente sus sentimientos, y saben interpretar y relacionarse
efectivamente con los sentimientos de los demás, gozan de una situación
ventajosa en todos los dominios de la vida, desde el noviazgo y las relaciones
íntimas hasta la comprensión de las reglas tácitas que determinan el éxito en
el ámbito profesional.
Si bien es cierto que en toda persona coexisten los
dos tipos de inteligencia (cognitiva y emocional), es evidente que la
inteligencia emocional aporta, con mucha diferencia, la clase de cualidades que
más nos ayudan a convertirnos en auténticos seres humanos. Uno de los críticos
más contundentes con el modelo tradicional de concebir la inteligencia es
Howard Gardner. Este mantiene que la inteligencia no es una sola, sino un
amplio abanico de habilidades diferenciadas entre las que identifica siete, sin
pretender con ello hacer una enumeración exhaustiva.
Gardner destaca dos tipos de inteligencia personal: la
interpersonal, que permite comprender a los demás, y la intrapersonal, que
permite configurar una imagen fiel y verdadera de uno mismo. De forma más
específica, y siguiendo el sendero abierto por Gardner, Peter Salovey ha
organizado las inteligencias personales en cinco competencias principales: el
conocimiento de las propias emociones, la capacidad de controlar estas últimas,
la capacidad de motivarse uno mismo, el reconocimiento de las emociones ajenas
y el control de las relaciones.
Las habilidades emocionales no sólo nos hacen más
humanos, sino que en muchas ocasiones constituyen una condición de base para el
despliegue de otras habilidades que suelen asociarse al intelecto, como la toma
de decisiones racionales. El propio Gardner ha dicho que en la vida cotidiana no existe nada más
importante que la inteligencia intrapersonal, ya que, a falta de ella, no
acertaremos en la elección de la pareja con quien vamos a contraer matrimonio,
en la elección del puesto de trabajo, etcétera.
El caso de Elliot constituye un ejemplo interesante de
la forma en que esto sucede. Tras una intervención quirúrgica en la que le
extirparon un tumor cerebral, Elliot sufrió un cambio radical en su
personalidad y en pocos meses perdió su trabajo, arruinó su matrimonio y
dilapidó todos sus recursos. Aunque sus capacidades intelectuales seguían
intactas, como corroboraban los tests que se le realizaron, Elliot malgastaba
su tiempo en cualquier pequeño detalle, como si hubiera perdido toda sensación
de prioridad. Tras estudiar su caso, Antonio Damasio encontró que con la
operación se habían comprometido algunas conexiones nerviosas de la amígdala
con otras regiones del neocórtex y que, en consecuencia, Elliot ya no tenía
conciencia de sus propios sentimientos.
Pero Damasio fue un poco más allá, y logró concluir
que los sentimientos juegan un papel fundamental en nuestra habilidad para
tomar las decisiones que a diario debemos adoptar, pues al parecer, la
presencia de una sensación visceral es la que nos da la seguridad que
necesitamos para renunciar o proseguir con un determinado curso de acción,
disminuyendo las alternativas sobre las cuales tenemos que elegir. En suma,
muchas de las habilidades vitales que nos permiten llevar una vida equilibrada,
como la capacidad para tomar decisiones, nos exigen permanecer en contacto con
nuestras propias emociones.
Habilidad 1: autocontrol, el dominio de uno mismo
Los griegos llamaban sofrosyne a la virtud consistente en el cuidado y la inteligencia en el gobierno
de la propia vida; a su vez, los romanos y la iglesia cristiana
primitiva denominaban temperancia (templanza)
a la capacidad de contener el exceso emocional. La preocupación, pues, por
gobernarse a sí mismo y controlar impulsos y pasiones parece ir aparejada al
desarrollo de la vida en comunidad, pues una emoción excesivamente intensa o
que se prolongue más allá de lo prudente, pone en riesgo la propia estabilidad
y puede traer consecuencias nefastas.
Si de una parte somos esclavos de nuestra propia
naturaleza, y en ese sentido es muy escaso el control que podemos ejercer sobre
la forma en que nuestro cerebro responde a los estímulos y sobre su manera de
activar determinadas respuestas emocionales, por otra parte, sí que podemos
ejercer algún control sobre la permanencia e intensidad de esos estados
emocionales.
Así, el arte de contenerse, de dominar los arrebatos
emocionales y de calmarse a uno mismo ha llegado a ser interpretado por
psicólogos de la altura de D. W. Winnicott como el más fundamental de los
recursos psicológicos. Y como ha demostrado una profusa investigación, estas
habilidades se pueden aprender y desarrollar, especialmente en los años de la
infancia en los que el cerebro está en perpetua adaptación. Para comprender
mejor estas afirmaciones, veamos su aplicación en el caso del enfado y la
tristeza.
El enfado es una emoción negativa con un intenso poder
seductor, pues se alimenta a sí misma en una especie de círculo cerrado, en el
que la persona despliega un diálogo interno para justificar el hecho de querer
descargar la cólera en contra de otro. Cuantas más vueltas le da a los motivos
que han originado su enfado, mayores y mejores razones creerá tener para seguir
enojado, alimentando con sus pensamientos la llama de su cólera. El enfado,
pues, se construye sobre el propio enfado y su naturaleza altamente inflamable
atrapa las estructuras cerebrales, anulando toda guía cognitiva y conduciendo a
la persona a las respuestas más primitivas.
Dolf Zillmann, psicólogo de la Universidad de Alabama,
sostiene que el detonante universal del enfado radica en la sensación de
hallarse amenazado, bien sea por una amenaza física o cualquier amenaza
simbólica en contra de la autoestima o el amor propio (como, por ejemplo,
sentirse tratado de forma injusta o ruda o recibir un insulto o cualquier otra
muestra de menosprecio).
Por su naturaleza invasiva, el enfado suele percibirse
como una emoción incontrolable e incluso euforizante, y esto ha fomentado la
falsa creencia de que la mejor forma de combatirlo consiste en expresarlo abiertamente,
en una suerte de catarsis liberadora. Los experimentos liderados por Zillman
han permitido concluir que el hecho de airear el enojo de poco o nada sirve
para mitigarlo. Aún más, Diane Tice ha descubierto que expresar abiertamente el
enfado constituye una de las peores maneras de tratar de aplacarlo, porque los
arranques de ira incrementan necesariamente la excitación emocional del cerebro
y hacen que la persona se sienta todavía más irritada.
Benjamin Franklin sentenció que siempre hay razones para estar enfadados,
pero éstas rara vez son buenas. El problema está en saber discernir. Los
estudios empíricos de Zillman le han servido para descubrir que una de las
recetas más efectivas para acabar con el enfado consiste en reencuadrar la
situación dentro de un marco más positivo. Para ello, conviene hacer conciencia
de los pensamientos que desencadenaron la primera descarga de enojo, pues
muchas veces una pequeña información adicional sobre esa situación original
puede restarle toda su fuerza al enfado.
En un experimento muy elocuente, un grupo de
voluntarios debía realizar ejercicios físicos en una sala, dirigidos por un
ayudante que, en realidad, era cómplice del investigador y se limitaba a
insultarlos y a provocarlos de múltiples formas. Al terminar la actividad, los
voluntarios tenían la posibilidad de descargar su cólera, evaluando las
aptitudes del ayudante para una eventual contratación laboral. Como era de
esperar, los ánimos estaban caldeados y las calificaciones que el sujeto obtuvo
fueron bajísimas.
En una segunda aplicación del experimento se introdujo
una variante: cuando terminaban los ejercicios, entraba una mujer con los
formularios y el ayudante, que en ese momento salía, se despedía de ella de
forma despectiva. Ella, sin embargo, parecía tomarse sus palabras con buen
humor y luego les explicaba a los asistentes que su compañero estaba pasando
por muy mal momento, sometido a intensas presiones por un examen al que se
sometería pronto. Esa pequeña información bastó para modular el enfado de los
voluntarios, quienes en esta ocasión calificaron de forma mucho más benévola
las aptitudes del ayudante.
Por otra parte, Zillman ha descubierto que alejarse de
los estímulos que pueden recordar las causas del enfado y cambiar el foco de
atención es otra forma muy efectiva de aplacarlo, pues se pone fin a la cadena
de pensamientos irritantes, se reduce la excitación fisiológica y se produce
una suerte de enfriamiento en el que la cólera va desapareciendo. A juicio de
Zillman, mediante unas distracciones adecuadas en las que la mente tenga que
prestar atención a algo nuevo, diferente y entretenido (como ver una película,
leer un libro, realizar un poco de ejercicio o dar un paseo), es posible
modificar el estado anímico y suavizar el enfado, pues es muy difícil que éste
subsista cuando uno lo está pasando bien.
De manera semejante a lo que ocurre con el enfado, la
tristeza es un estado de ánimo que lleva a la gente a utilizar múltiples
recursos para librarse de él, muchos de los cuales resultan poco efectivos. Por
ejemplo, Diane Tice ha comprobado que el hecho de aislarse, que suele ser la
opción escogida por muchos cuando se sienten abatidos, solamente contribuye a
aumentar su sensación de soledad y desamparo.
La tristeza como tal no es necesariamente un estado
negativo; por el contrario, puede desempeñar las funciones necesarias para una
recomposición emocional, como sucede con el duelo tras la pérdida de un ser
querido. Pero cuando adquiere la naturaleza crónica de una depresión, puede
erosionar la salud mental y física de una persona llevándola incluso a cometer
un suicidio.
Entre las medidas que han demostrado mayor éxito para
combatir la depresión se encuentra la terapia cognitiva orientada a modificar
las pautas de pensamiento que la rigen. Esta terapia intenta conducir al
paciente a identificar, cuestionar y relativizar los pensamientos que se
esconden en el núcleo de la obsesión y a establecer un programa de actividades
agradables que procure alguna clase de distracción, como por ejemplo el aeróbic,
que ha demostrado ser una de las tácticas más eficaces para sacudirse de encima
tanto la depresión leve como otros estados de ánimo negativos.
Habilidad 2: el entusiasmo, la aptitud maestra para la
vida
Por su poderosa influencia sobre todos los aspectos de
la vida de una persona, las emociones se encuentran en el centro de la
existencia; la habilidad del individuo para manejarlas actúa como un poderoso
predictor de su éxito en el futuro. La capacidad de pensar, de planificar,
concentrarse, solventar problemas, tomar decisiones y muchas otras actividades
cognitivas indispensables en la vida pueden verse entorpecidas o favorecidas
por nuestras emociones. Así pues, el equipaje emocional de una persona, junto a
su habilidad para controlar y manejar esas tendencias innatas, proveen los
límites de sus capacidades mentales y determinan los logros que podrá alcanzar
en la vida. Habilidades emocionales como el entusiasmo, el gusto por lo que se
hace o el optimismo representan unos estímulos ideales para el éxito. De ahí
que la inteligencia emocional constituya la aptitud maestra para la vida.
Si comparamos a dos personas con unas capacidades
innatas equivalentes, una de las cuales se encuentra en la cúspide de su
carrera, mientras la otra se codea con la masa en un nivel de mediocridad,
encontraremos que su principal diferencia radica en aspectos emocionales: por
ejemplo, el entusiasmo y la tenacidad frente a todo tipo de contratiempos, que
le habrán permitido al primero perseverar en la práctica ardua y rutinaria durante
muchos años.
Diversos estudios han trazado la correlación entre
ciertas habilidades emocionales y el desempeño futuro de una persona. Delante
de un grupo de niños de cuatro años de edad se colocó una golosina que podían
comer, pero se les explicó que si esperaban veinte minutos para hacerlo,
entonces conseguirían dos golosinas. Doce años después se demostró que aquellos
pequeños que habían exhibido el autocontrol emocional necesario para refrenar
la tentación en aras de un beneficio mayor eran más competentes socialmente,
más emprendedores y más capaces de afrontar las frustraciones de la vida.
De forma semejante, la ansiedad constituye un
predictor casi inequívoco del fracaso en el desempeño de una tarea compleja,
intelectualmente exigente y tensa como, por ejemplo, la que desarrolla un
controlador aéreo. Un estudio realizado sobre 1.790 estudiantes de control del
tráfico aéreo arrojó que el indicador de éxito y fracaso estaba mucho más
relacionado con los niveles de ansiedad que con las cifras alcanzadas en los
tests de inteligencia. Asimismo, 126 estudios diferentes, en los que
participaron más de 36.000 personas, han ratificado que cuanto más proclive a
angustiarse es una persona, menor es su rendimiento académico. Así pues, la
ansiedad y la preocupación, cuando no se cuenta con la habilidad emocional para
dominarlas, actúan como profecías autocumplidas que conducen al fracaso.
En cuanto al entusiasmo y la habilidad para pensar de
forma positiva, C. R. Snyder, psicólogo de la Universidad de Kansas, descubrió
que las expectativas de un grupo de estudiantes universitarios eran un mejor
predictor de sus resultados en los exámenes que sus puntuaciones en un test
llamado SAT, que tiene una elevada correlación con el coeficiente intelectual.
Según Snyder, la esperanza es algo más que la visión ingenua de que todo irá
bien; se trata de la creencia de
que uno tiene la voluntad y dispone de la forma de llevar a cabo sus objetivos,
cualesquiera que estos sean.
Con el optimismo sucede algo parecido. Siempre que no
se trate de un fantasear irreal e ingenuo, el optimismo es una actitud que
impide caer en la apatía, la desesperación o la depresión frente a las
adversidades. Martin Seligman, de la Universidad de Pensilvania, lo define en
función de la forma en que la gente se explica a sí misma sus éxitos y sus
fracasos. Mientras que el optimista ubica la causa de sus fracasos en algo que
puede cambiarse y que podrá combatir en el futuro, el pesimista se echa la
culpa de sus reveses, atribuyéndolos a alguna característica personal que no es
posible modificar. El mismo Seligman lideró un estudio sobre los vendedores de
seguros de una compañía norteamericana: así descubrió que, durante sus primeros
dos años de trabajo, los optimistas vendían un 37% más que los pesimistas, y que
las tasas de abandono del puesto entre los pesimistas doblaban a las de sus
colegas optimistas.
En síntesis, canalizar las emociones hacia un fin más
productivo constituye una verdadera aptitud maestra. Ya se trate de controlar
los impulsos, de demorar la gratificación, de regular los estados de ánimo para
facilitar el pensamiento y la reflexión, de motivarse a uno mismo para
perseverar y hacer frente a los contratiempos, de asumir una actitud optimista
frente al futuro, todo ello parece demostrar el gran poder de las emociones
como guías que determinan la eficacia de nuestros esfuerzos.
Habilidad 3: la empatía, ponerse en la piel de los
demás
Algunas personas tienen más facilidad que otras para
expresar con palabras sus propios sentimientos; existe otro tipo de individuos
cuya incapacidad absoluta para hacerlo los lleva incluso a considerar que
carecen de sentimientos. Peter Sifneos, psiquiatra de Harvard, acuñó el término
“alexitimia”, que se compone del prefijo a (sin), junto a los vocablos lexis (palabra) y thymos (emoción), para referirse a la incapacidad de
algunas personas para expresar con palabras sus propias vivencias.
No es que los alexitímicos no sientan, simplemente
carecen de la capacidad fundamental para identificar, comprender y expresar sus
emociones. Este tipo de ignorancia hace de ellos personas planas y aburridas,
que suelen quejarse de problemas clínicos difusos, y que tienden a confundir el
sufrimiento emocional con el dolor físico. Pero el efecto negativo de esta
condición rebasa el ámbito privado de la persona en cuestión, en la medida en
que la conciencia de sí mismo es la facultad sobre la que se erige la empatía.
Así, al no tener la menor idea de lo que sienten, los alexitímicos se
encuentran completamente desorientados con respecto a los sentimientos de
quienes les rodean.
La palabra empatía proviene del griego empatheia, que significa “sentir
dentro”, y denota la capacidad de percibir la experiencia subjetiva de otra
persona. El psicólogo norteamericano E.B. Titehener amplió el alcance del
término para referirse al tipo de imitación física que realiza una persona
frente al sufrimiento ajeno, con el objeto de evocar idénticas sensaciones en
sí misma. Diversas observaciones in
situ han permitido identificar esta habilidad desde edades muy
tempranas, como en niños de nueve meses de edad que rompen a llorar cuando ven
a otro niño caerse, o niños un poco mayores que ofrecen su peluche a otro niño
que está llorando y llegan incluso a arroparlo con su manta. Incluso se ha
demostrado que desde los primeros días de vida, los bebés se muestran afectados
cuando oyen el llanto de otro niño, lo cual ha sido considerado por algunos
como el primer antecedente de la empatía.
A lo largo de la vida, esa capacidad para comprender
lo que sienten los demás afecta un espectro muy amplio de actividades, que van
desde las ventas hasta la dirección de empresas, pasando por la política, las
relaciones amorosas y la educación de los hijos. A su vez, la ausencia de
empatía suele ser un rasgo distintivo de las personas que cometen los delitos
más execrables: psicópatas, violadores y pederastas. La incapacidad de estos
sujetos para percibir el sufrimiento de los demás les infunde el valor
necesario para perpetrar sus delitos, que muchas veces justifican con mentiras
inventadas por ellos mismos, como cuando un padre abusador asume que está
dándole afecto a sus hijos o un violador sostiene que su víctima lo ha incitado
al sexo por la forma en que iba vestida.
Los estudios adelantados por el National Institute of Mental Health han
puesto de relieve que buena parte de las diferencias en el grado de empatía se hallan
directamente relacionadas con la educación que los padres proporcionan a sus
hijos. Daniel Stern, un psiquiatra que ha estudiado los breves y repetidos
intercambios que tienen lugar entre padres e hijos, sostiene que en esos
momentos de intimidad se está dando el aprendizaje fundamental de la vida
emocional. A su juicio, existe sintonización entre
dos personas -una madre y su hijo, o dos amantes en la cama- cuando la una
constata que sus emociones son captadas, aceptadas y correspondidas con
empatía.
Según los estudios realizados, el coste de la falta de
sintonía emocional entre padres e hijos es extraordinario. Cuando los padres
fracasan reiteradamente en mostrar empatía hacia una determinada gama de
emociones de su hijo, como el llanto o sus necesidades afectivas, el niño
dejará de expresar ese tipo de emociones y es posible que incluso deje de
sentirlas. De esta forma, y en general, los sentimientos que son desalentados
de forma más o menos explícita durante la primera infancia pueden desaparecer por
completo del repertorio emocional de una persona.
Por fortuna, las investigaciones también han
encontrado que las pautas relacionales se pueden ir modificando y que, si bien
es cierto que las primeras relaciones tienen un impacto enorme en la
configuración emocional, el sujeto se enfrentará a una serie de relaciones
“compensatorias” a lo largo de su vida, con amigos, familiares o hasta con un
terapeuta, que pueden ir remoldeando sus pautas de conducta. En ese sentido,
muchas teorías psicoanalíticas consideran que la relación terapéutica
constituye un adecuado correctivo emocional que puede proporcionar una
experiencia satisfactoria de sintonización.
Finalmente, las investigaciones sobre la comunicación
humana suelen dar por hecho que más del 90% de los mensajes emocionales es de
naturaleza no verbal, y se manifiesta en aspectos como la inflexión de la voz,
la expresión facial y los gestos, entre otros. De ahí que la clave que permite
a una persona acceder a las emociones de los demás radica en su capacidad para
captar los mensajes no verbales. De hecho, diversos estudios han evidenciado
que los niños que tienen más desarrollada esta capacidad muestran un mayor
rendimiento académico que el de la media, aun cuando sus coeficientes
intelectuales sean iguales o inferiores al de otros niños menos empáticos. Este
dato parece sugerir que la empatía favorece el rendimiento escolar o, tal vez,
que los niños empáticos son más atractivos a los ojos de sus profesores.
Inteligencia emocional para el trabajo
Una persona que carece de control sobre sus emociones
negativas podrá ser víctima de un arrebato emocional que le impida
concentrarse, recordar, aprender y tomar decisiones con claridad. De ahí la
frase de cierto empresario de que el
estrés estupidiza a la gente. El precio que puede llegar a pagar una
empresa por la baja inteligencia emocional de su personal es tan elevado, que
fácilmente podría llevarla a la quiebra. En el caso de la aeronáutica, se
estima que el 80% de los accidentes aéreos responde a errores del piloto. Como
bien saben en los programas de entrenamiento de pilotos, muchas catástrofes se
pueden evitar si se cuenta con una tripulación emocionalmente apta, que sepa
comunicarse, trabajar en equipo, colaborar y controlar sus arrebatos.
El tiempo de los jefes competitivos y manipuladores,
que confundían la empresa con una selva, ha pasado a la historia. La nueva
sociedad requiere otro tipo de superior cuyo liderazgo no radique en su
capacidad para controlar y someter a los otros, sino en su habilidad para persuadirlos
y encauzar la colaboración de todos hacía unos propósitos comunes.
En un entorno laboral de creciente profesionalización,
en el que las personas son muy buenas en labores específicas, pero ignoran el
resto de tareas que conforman la cadena de valor, la productividad depende cada
vez más de la adecuada coordinación de los esfuerzos individuales. Por esa
razón, la inteligencia emocional, que permite implementar buenas relaciones con
las demás personas, es un capital inestimable para el trabajador contemporáneo.
En un estudio publicado en la Harvard Business Review, Robert
Kelley y Janet Caplan compararon a un grupo de trabajadores “estrella” con el
resto situado en la media: con respecto a una serie de indicadores, hallaron
que, mientras que no había ninguna diferencia significativa en el coeficiente
intelectual o talento académico, sí se observaban disparidades críticas en
relación a las estrategias internas e interpersonales utilizadas por los
trabajadores “estrella” en su trabajo. Uno de los mayores contrastes que
encontraron entre los dos grupos venía dado por el tipo de relaciones que
establecían con una red de personas clave.
Los trabajadores “estrella” de una organización suelen
ser aquellos que han establecido sólidas conexiones en las redes sociales
informales y, por lo tanto, cuentan con un enorme potencial para resolver
problemas, pues saben a quién dirigirse y cómo obtener su apoyo en cada
situación antes incluso de que las complicaciones se presenten, frente a
aquellos otros que se ven abocados a ellas por no contar con el respaldo
oportuno.
Por otra parte, y de forma más general, la eficacia,
la satisfacción y la productividad de una empresa están condicionadas por el
modo en que se habla de los problemas que se presentan. Aunque muchas veces se
evite hacerlo o se haga de forma equivocada, el feedback constituye el nutriente esencial para potenciar la
efectividad de los trabajadores. Al proporcionar feedback, hay que evitar siempre los ataques generalizados que
van dirigidos al carácter de la persona, como cuando se le llama estúpida o
incompetente, pues éstos suelen generar un efecto devastador en la motivación,
la energía y la confianza de quien los recibe. Una buena crítica no se ocupa
tanto de atribuir los errores a un rasgo de carácter como de centrarse en lo
que la persona ha hecho y puede hacer en el futuro. Harry Levinson, un antiguo
psicoanalista que se ha pasado al campo empresarial, recomienda, para ofrecer
un buen feedback, ser
concreto, ofrecer soluciones y ser sensible al impacto de las palabras en el
interlocutor.
En los entornos profesionales contemporáneos, la
diversidad constituye una ventaja competitiva, potencia la creatividad y
representa casi una exigencia de los mercados heterogéneos que comienzan a
imperar. Pero para poder sacarle provecho, se requiere la presencia de aquellas
habilidades emocionales que favorecen la tolerancia y rechazan los prejuicios.
A este respecto, Thomas Pettigrew, psicólogo social de la Universidad de
California, subraya una gran dificultad, pues las emociones propias de los prejuicios se consolidan durante la
infancia, mientras que las creencias que los justifican se aprenden muy
posteriormente. Así, aunque es factible cambiar las creencias
intelectuales respecto a un prejuicio, es muy complejo transformar los
sentimientos más profundos que le dan vida.
La investigación sobre los prejuicios pone de relieve
que los esfuerzos por crear una cultura laboral más tolerante deben partir del
rechazo explícito a toda forma de discriminación o acoso, por pequeña que sea
(como los chistes racistas o las imágenes de chicas ligeras de ropa que
degradan al género femenino). Existen estudios que han demostrado que cuando,
en un grupo, alguien expresa sus prejuicios étnicos, todos los miembros se ven
más proclives a hacer lo mismo. Por lo tanto, una política empresarial de
tolerancia y de no discriminación no debe limitarse a un par de cursillos de
“entrenamiento en la diversidad” en un fin de semana, sino que debe permear
todos los espacios de la empresa y constituir una práctica arraigada en cada
acción cotidiana. Si bien los prejuicios largamente sostenidos no son fáciles
de erradicar, sí es posible, en todo caso, hacer algo distinto con ellos. El
simple acto de llamar a los prejuicios por su nombre o de oponerse francamente
a ellos establece una atmósfera social que los desalienta, mientras que, por el
contrario, hacer como si no ocurriera nada equivale a autorizarlos.
Conclusión
Los estragos que la ineptitud emocional
causa en el mundo son más que evidentes. Basta con abrir un diario para
encontrar consignadas las formas de violencia y de degradación más aberrantes,
que no parecen responder a ninguna lógica. Hoy por hoy no nos genera mayor
estupor escuchar que un corredor de bolsa se haya arrojado de un rascacielos
tras una repentina caída de la bolsa, que un marido haya golpeado a su esposa o
que, tras haber sido despedido, un empleado haya entrado en su compañía armado
hasta los dientes y haya asesinado a varias personas indiscriminadamente.
Estas evidencias se suman a la ola de
violencia que asola al planeta, al alarmante incremento de la depresión en todo
el mundo, a los niveles de estrés que van en franco aumento y a una
interminable lista de síntomas: todos ellos dan cuenta de una irrupción
descontrolada de los impulsos en nuestras vidas y de una ineptitud
generalizada, y acaso creciente, para controlar las pasiones y los arrebatos
emocionales.
Tradicionalmente hemos sobrevalorado la
importancia de los aspectos puramente racionales de nuestra psiquis, en un afán
por medir y comparar los coeficientes de la inteligencia humana. Sin embargo,
en aquellos momentos en que nos vemos arrastrados por las emociones, cuando un
chico golpea a otro por burlarse de él o un conductor le dispara a aquel que le
ha cerrado la vía, la inteligencia se ve desbordada y los esfuerzos por
entender la capacidad de análisis racional de cada sujeto no parecen tener
mayor utilidad.
La abundante base experimental existente
permite concluir que, si bien todas las personas venimos al mundo con un
temperamento determinado, los primeros años de vida tienen un efecto
determinante en nuestra configuración cerebral y, en gran medida, definen el
alcance de nuestro repertorio emocional. Pero ni la naturaleza innata ni la
influencia de la temprana infancia constituyen determinantes irreversibles de
nuestro destino emocional. La puerta para la alfabetización emocional siempre
está abierta y, así como a las escuelas les corresponde suplir las deficiencias
de la educación doméstica, las empresas y los profesionales que quieran lograr
el éxito en el entorno de especialización y diversidad que caracteriza al mundo
moderno deben tener consciencia de sus emociones y dotarlas de inteligencia.